Hace cerca de un año, la filósofa norteamericana Judith Butler escribía contundentemente “¿por qué seguimos oponiéndonos a tratar a todas las vidas como si tuvieran el mismo valor?”. Esta pregunta cuenta más por su carácter confirmativo, que por la interrogación que plantea. La pandemia ha puesto de manifiesto las profundas desigualdades que marcan a las sociedades contemporáneas. Aunque mucho se ha repetido que el virus “no discrimina”, pues puede contagiar a todos por igual, se soslaya a veces que no es lo mismo contagiarse en las playas de Acapulco que en las calles de Iztapalapa. Basta sólo un dato para evocar la magnitud de la diferencia: la tasa de letalidad, medida como el porcentaje de las personas que fallecen de entre los ingresados a hospitales, aumenta en 4 veces cuando se pasa de los hospitales privados a los hospitales públicos (4.4% para los privados, 16.6% en ISSSTE y 18.6% en IMSS). Es más, según la misma fuente, el 85% de quienes fallecieron por Covid-19 lo hicieron en instituciones públicas.
Sin embargo, las trompetas del triunfo trinan victoriosas y por doquier se oye “¡Habemus vacuna!” Se argumenta con optimismo que los beneficios serán grandes: los hospitales dejarán de estar atestados, se reabrirá la economía, volverán las reuniones y los apapachos. La nueva normalidad se tornará vieja y la vieja volverá a ser cotidiana. Mientras que el virus cuenta, como su mejor arma, con mutaciones aleatorias en su código para permanecer vigente, el ser humano cuenta con el poder metódico de la ciencia para inocular la vacuna y protegernos. ¿Significa esto que la pandemia quedará atrás como un doloroso recuerdo? No estemos tan seguros.
La ciencia y sus productos son moralmente neutrales y su contribución a la construcción de una sociedad más justa merece una reflexión aparte. La vacuna contra la Covid-19 es un claro ejemplo de ello. A pesar de que una vacuna tiene como finalidad “generar inmunidad contra una enfermedad estimulando la producción de anticuerpos” (según la definición canónica de la OMS), es decir, brindar salud, puede ser al mismo tiempo la expresión de un arreglo social injusto y desigual. Aunque ciertas iniciativas han hecho campaña para una vacunación que abarque a la totalidad de la población mundial sin importar condición, el esfuerzo en la lucha contra la enfermedad desde muy pronto se ha visto manchado por intereses particulares y demostraciones de poder.
Dos casos bastan para ilustrar el argumento:
Mientras los países ricos concentran sólo el 13% de la población mundial, ya han apartado el 51% de la producción de vacunas. Los países pobres se verán relegados (con suerte) hasta 2022 (información de Oxfam). Al parecer, el ocaso de la pandemia sólo brillará para algunos.
El Estado de Israel ha captado la atención mundial por su eficiencia en vacunar. Para el momento en que escribo este texto, cerca de un millón de israelís han sido inoculados, lo que lo convierte en el país con la tasa per cápita más alta del mundo, 11,55 dosis por cada 100 habitantes (información de la BBC). La cara oscura de este hecho notable estriba en que al interior del mismo Estado, en los territorios ocupados donde reside población palestina, sólo los colonos israelís son destinatarios del tratamiento dejando a 2.7 millones de palestinos a su suerte (nota de The Guardian).
Es en este contexto de extrema inequidad que debemos replantearnos nociones que hemos pasado por alto, como la creencia de que el mercado, por sí sólo, funcionará como el mejor mecanismo de distribución de recursos. La polémica en el país ha tomado un giro peculiar, al plantearse la interrogante de sí la vacuna debería poder adquirirse en establecimientos privados. Mi opinión es que, al menos en las primeras fases de la vacunación (quizá durante este año que comenzamos), se mantenga como un esfuerzo del sector público. Dos argumentos pueden esbozarse al respecto, uno técnico y el otro moral:
Desde el punto de vista técnico, confiar en el mercado en situaciones como esta puede resultar un tiro por la culata. Sus defensores argumentan que dejar la vacuna a los auspicios de “la mano invisible” puede incentivar a aumentar la oferta de vacunas en vistas de la creciente demanda y, en términos agregados, más vacunas y todos ganamos. La realidad dista de este escenario, pues las dosis en estos momentos son un bien escaso que está siendo producido al tope de su capacidad (y por debajo de las expectativas iniciales). En consecuencia, del aumento de la demanda no se sigue un aumento de la oferta (su oferta es “inelástica” en el argot de los economistas), pero si potencialmente del precio, marginalizando a quienes menos tienen.
Desde el punto de vista moral, poner un insumo vital en el rango de “lo que el dinero puede comprar” significa abandonar toda pretensión de cuidar el bien común, por medio de la protección de quienes más lo necesitan, dejándolo a merced de las posibilidades pecuniarias individuales. La sociedad como colectivo de cooperación mutua deja de existir y aparece en su lugar una colección de individuos, aislados, jugando el “sálvese quien pueda”.
Para cerrar, quiero llamar la atención del lector sobre una segunda pregunta que ha pasado desapercibida: ¿En qué orden se debe recibir la vacuna? La respuesta corta es simple y evidente, primero el personal de salud que está en el campo de batalla contra la enfermedad, después las personas mayores de sesenta, al final todos los demás. La respuesta larga es algo más compleja. ¿Por qué no considerar, antes que “todos los demás”, a las personas que se ven obligadas a salir a la calle a diario a ganarse el pan? Coincidentemente, son las mismas personas de más bajos ingresos cuyos empleos no se pueden realizar desde casa, las mismas que no se pueden permitir dejar de trabajar para guardar la estricta cuarentena, las mismas que sufren mayormente de enfermedades que suelen complicarse con la Covid-19 (como obesidad, diabetes, hipertensión), las mismas que recurren a hospitales públicos y fallecen en más altas proporciones. Si el gobierno actual se negó a emprender un plan de rescate económico, el año pasado, que permitiera a todas esas personas realmente quedarse en casa ¿no sería un acto de justicia mínimo vacunarlas antes que a quienes si pueden resguardarse? O si no ¿realmente seguiremos aceptando, como insinuaba Butler, que unas vidas valgan menos que otras?
Alejandro Aguilar
We need to reconsider long-held assumptions in light of the current climate of severe inequality. One such assumption is that the market is best doodle jump left to its own devices to allocate resources fairly.