Por Alejandra Peña
Desde los primeros años del milenio actual, las discusiones en torno a las nuevas tecnologías digitales se extendieron en diversos espacios de interacción. El tema adquirió relevancia en el ámbito político, económico, académico, laboral, de la salud, incluso se convirtió en un asunto para conversar en los encuentros con amistades y familiares. No obstante, a partir de la irrupción de la pandemia por Covid-19, el uso y apropiación de la Tecnologías de Información y Comunicación tomó un carácter urgente y la controversia sobre de la necesidad de un acceso más equitativo a las telecomunicaciones adquirió un estatus protagónico.
Las instituciones y las personas encontramos en la conectividad a internet una opción para mantener las relaciones afectivas y sociales, al mismo tiempo que acatábamos los requerimientos de distanciamiento físico impuestos por las autoridades como consecuencia de la pandemia. Incluso en los momentos en que las medidas de distanciamiento social han sido más relajadas, y aun cuando el número de personas vacunadas crece cada día, la reproducción de actividades económicas, laborales y educativas (por mencionar algunos ejemplos) en la modalidad en línea, continúa siendo significativa. Así, la migración digital, o cuando menos algunos de sus rasgos, se vislumbran permanentes y, en consecuencia, el acceso a internet y los servicios digitales ocuparán, de aquí en adelante, un lugar clave en nuestras vidas.
Argumentar que en nuestro país el acceso a derechos y a servicios es diferenciado, no es una idea nueva. Sin embargo, observar, criticar y, en la medida de la posible, resistir a las nuevas formas en que esas diferencias se materializan no deja de ser importante. Si bien la posibilidad de acceso a los medios de telecomunicación, en general, ha brindado una vida buena, más cómoda o deseable para quienes acceden a las posibilidades que ofrecen estas herramientas, es evidente que hoy en día las tecnologías digitales tienden a ser monolíticas y a estar centralizadas. En ciertos casos, el acceso se ha normalizado y arraigado tan profundamente que es fácil olvidar que hay un número importante de personas que no participan de esta transformación digital. Por ejemplo, de acuerdo con datos oficiales, durante el año 2020, alrededor del treinta por ciento de la población en el país no accedía a internet.
El acceso desigual no es aleatorio, reproduce una lógica centralizadora añeja. En términos generales, la conectividad a internet es fundamentalmente un proceso urbano, mientras que en las ciudades 78.3 por ciento de la población es usuaria, en zonas rurales el porcentaje es de 50.4 por ciento (de acuerdo con las cifras oficiales más optimistas). Además, existe una diferencia importante entre estados. Las entidades con los niveles más altos en la proporción de usuarios de internet en el año 2020 fueron Nuevo León, Ciudad de México, Baja California y Sonora; por otra parte, los estados con los menores valores fueron Chiapas, Oaxaca y Veracruz (alrededor de 50 por ciento de su población y menos).
Así pues, la conectividad abre brechas. Su ampliación ha reducido los costos de acceso a la comunicación y los ha vuelto cada vez más asequibles; en algunos casos, también fomenta la participación colectiva y refuerza y promueve la reproducción identitaria. Constituye una herramienta de lucha colectiva, funciona como estrategia de integración intracomunitaria e intercomunitaria. Incluso, posibilita el establecimiento de un ecosistema facilitador de derechos, tales como el derecho a la información y a la comunicación, pero también otros no tan obvios, como a la salud —a través de la telemedicina, por ejemplo— o a la educación —por medio de la modalidad virtual o a distancia—.
En el marco sociopolítico, se dirime la dificultad del gobierno para diseñar e implementar políticas capaces de facilitar o proporcionar opciones de conectividad a internet a la población que se encuentra desconectada. También destaca la incapacidad o falta de interés de las grandes empresas del sector para ofrecer opciones que faciliten el acceso a las personas que no habitan en los grandes centros urbanos del país. El asunto responde a diferentes variables: los elevados costos del acceso a servicios, la escasa infraestructura de telecomunicación en algunas regiones, la carencia o insuficiencia de habilidades digitales, la falta de contenidos de interés para las personas, el idioma de las plataformas, buscadores, y, también, de los propios contenidos.
En este contexto, se han puesto en marcha esfuerzos colectivos que, de manera autónoma, intentan responder a la necesidad de comunicarse y, más importante aún, de hacerlo de acuerdo con los propios principios. Es decir, estos proyectos han generado redes de comunicación en las que se prioriza el idioma materno, a través de medios que son instalados, reparados, administrados, desarrollados, modificados y compartidos con base en los criterios de las comunidades donde se implementan. Estos esfuerzos han procurado, además, que los contenidos también se elaboren en las propias comunidades, o bien sean ajenos, pero de interés colectivo. Radios comunitarias, redes de telefonía celular y de intranet son ejemplos de las posibilidades para construir otras formas diferentes de comunicarnos. Lejos de encasillarse en una lógica mercantil o gubernamental, estos medios proponen una novedosa fórmula fundamentada en la lógica de lo común, que tiene como cimiento emprender una forma alternativa para articular las relaciones, concebir la propiedad, el trabajo y la vida, de manera distinta a la lógica de acumulación capitalista.
Estos proyectos vienen a proponer una lógica distinta para acceder a los servicios y derechos que las comunidades donde han sido instalados demandan. La necesidad que la concentración del mercado de telecomunicaciones ha promovido en nuestro país encontró articulación con la creatividad y la disposición de trabajar en conjunto. Así, la creación de proyectos autónomos de redes de telecomunicación resulta un modelo muy valioso e inspirador porque evidencia la potencia que se encuentra en la construcción de lo común y la efectividad que pueden abrigar los proyectos construidos fuera de la lógica privativa del mercado.
Además, la conexión en términos prácticos, permite a las personas reproducir sus vínculos afectivos aun a la distancia, cierto nivel de participación social y económica y, finalmente, porque la instauración de experiencias de apropiación colectiva de la tecnología coadyuva a la reproducción de las comunidades en tanto práctica colectiva.
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Alejandra Peña participó en el seminario de investigación “Proyectos de transformación comunitaria: Experiencias de tecnología adecuada para la conversión ecológica.”
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