Luis Gustavo Meléndez Guerrero, fsc
Llama la atención que a pesar de la importancia de lo simbólico en el cristianismo temprano, la carne fue perdiendo peso ante la mirada teológica, la gestación de una teología cristiana de cuño platónico enmarcó una concepción dualista que terminó por exaltar lo espiritual entendiéndolo como una realidad opuesta o al menos superior a lo corporal, de modo que lo erótico, lo carnal y el deseo, pasaron a ser el sentido perverso del espíritu, optando así por una dualidad esquizoide que prioriza al espíritu como si éste no estuviera in-corporado en el sujeto concreto. Conforme a esta corriente de pensamiento, la teología agustiniana concebirá una versión jerárquica del ser que terminará por oponer alma y cuerpo abriendo con ello una corriente teológica en la que prima lo ontológico y cuya veta sigue presente hasta hoy.
Desde la postura cristiana decimos que Dios es amor, luego creo que es propio decir que ese mismo Dios es objeto de amor, un amor dinámico que proyecta a la relación altérica, ¿podemos negar esta dimensión corporal-estética en nuestro modo de relacionarnos y decir lo divino? No se trata solo de un amor metafísico, sino también del amor sensual concreto que nos recuerda, mediante los sentidos, que estamos vivos y que somos capaces de amar y ser amados.
Tomando distancia de aquellas concepciones del deseo que causan pudor y vergüenza es necesario ahondar en una teología de la carne que entiende este desideirum Dei como Misterio de amor donante y, precisamente por ser misterio, buscar la posibilidad de un decir que, aunque impreciso, aborde con ahínco la realidad de esa dinámica desiderativa que de tan intensa se torna casi imposible.
Que un niño se nos haya dado, que lo divino haya asumido la carne en su acto donante de venir al mundo conlleva una realidad en extremo subversiva: si algunas corrientes fenomenológicas de la religión han hecho una tajante distinción entre lo sagrado (celeste) como algo opuesto a lo profano (terrestre/mundano), la teología de la encarnación conlleva un acto por demás transgresor. Con la encarnación lo divino y lo humano se unen, el logos se hace carne “y puso su morada entre nosotros”, y al hacerlo, al asumir lo que conlleva ser carne, está dándose ya un acto de amor incondicional en el cual, lo divino toma lo humano para que lo humano se divinice, esto es, para que cada uno de nosotros lleguemos a ser plenamente aquello que estamos llamados a ser, que todos vivamos ahora de cara a nuestro origen y fundamento.
Decir que el Dios niño nos ha nacido, no es solo un recurso discursivo que apela a los sentimientos como recurso de impacto, antes bien, que ese Dios se haya hecho niño, supone asumir la fragilidad, la debilidad (J. Caputo), la pobreza (no material, sino una pobreza radicalmente mayor, la pobreza de nuestra propia condición humana). Y esto es lo que precisamente S. Zizek, siguiendo a Hegel considera como un acto monstruoso, que lo infinito se vincule con lo finito, lo incondicionado con lo condicionado, pero es justo en ese acto monstruoso, donde John Milbank verá una paradoja llena de belleza, que el Verbo se haga carne, que Dios ponga su tienda en medio de nosotros, que el misterio de Dios invisible se revele y se encarne haciéndose visible y palpable, supone la locura y la necedad de la que nos da cuenta San Pablo, pero una locura de amor que en tanto incondicional y gratuito pareciera una necedad.
¿A qué nos invita hoy ese niño en pañales que está llegando al pesebre de nuestros corazones? Cada uno deberá responder a ello. En lo que a mí concierne, me invita a recordar primero, que somos frágiles, finitos, contradictorios, pero, a pesar de todo, somos amados incondicionalmente. Segundo, que el niño que nos ha sido dado tiene todos los rostros y ninguno, porque sus ojos, sus labios, su faz, se dibuja y desdibuja en cada rostro que besamos, en aquellos ojos que somos capaces de mirar firme y tiernamente, pero también, se desdibuja en aquella mirada que preferimos esquivar y en aquel rostro que no queremos besar ni reconocer. Que sepamos ver como este niño nos ve, con una mirada de amor y esperanza.
Dejo aquí estos versos que salen temblorosos de esta mi frágil pluma.
¡Eres tan bello!
nos acercamos a tu cuna
y contemplamos el resplandor de tu carita inocente.
Aún no puedes decir mamá ni Abba, sin embargo
eres la Palabra que nos habita.
Tu mirada dulce nos hospeda amablemente
tus labios silentes dicen “hermana mía, hermano mío”
¡Qué bello eres niño nuestro!
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