Nuestro pasado influye mucho en cómo percibimos ciertos problemas y fenómenos. Por ejemplo, cada vez que se habla de programas sociales, en toda discusión aparece con frecuencia la crítica (y el temor) de que eso es asistencialismo. Tal crítica se basa en lo que, al menos desde los noventa, es un componente esencial de las políticas sociales: las transferencias monetarias directas.
En México, esta práctica inició en la década de los noventa y se consolidó con los programas sucesivos, tanto del PRI como del PAN. Por lo general, su núcleo consistió en la transferencia de dinero en efectivo a hogares pobres con la condición de que éstos prestasen atención a la salud y la educación de los niños. Por ello, este tipo de programas se conocen como de transferencias monetarias condicionadas (PTMC). También se les conoce como focalizados en tanto tienen una población objetivo bien definida (v.g. hogares en pobreza extrema, adultos mayores sin pensión, etc.) La experiencia mexicana se consideró tan exitosa que el modelo se importó y hoy en día es el paradigma de política social en América Latina y comienza a permear en otros países como Indonesia, Turquía e incluso ciudades como Nueva York y Washington DC.
Los resultados de esta forma de hacer política social son polémicos. Por un lado, instituciones como el Banco Interamericano de Desarrollo consideran que los resultados de la implementación de PTMC han sido en su mayoría positivos. Por otro lado, organizaciones como Oxfam critican el alcance real del cumplimiento de su principal objetivo: combatir la pobreza; pues aunque ésta se ha reducido a la mitad en el periodo de 1995-2016, en realidad muchas de las personas que han salido de esta condición se encuentran todavía en riesgo de volver a caer en ella.
La pandemia, además, ha señalado problemas derivados de políticas sociales focalizadas y ha instado a buscar opciones más universales. Así, se ha propuesto el ingreso básico universal como una medida para alcanzar una sociedad más justa, además de superar problemas como el clientelismo. No obstante, se critica el liberalismo subyacente a esa visión que dejaría la seguridad social en manos del mercado, por lo que también se proponen los servicios básicos universales y la creación de un Estado de bienestar que involucre a todos sus ciudadanos, empezando por los más vulnerables.
En este sentido, el discurso del gobierno actual ha subrayado que sus programas son más universales que los de sus predecesores, pero el análisis del “nuevo paradigma” de política social en México revela cuatro grandes conclusiones:
La “universalidad” de la narrativa oficial es parcial, pues en realidad los programas sociales siguen siendo focalizados, en su mayoría a personas en pobreza o en territorios prioritarios (ruralidad o violencia).
Muchos de los programas siguen teniendo condicionalidades, como ser estudiante, estar desempleado, no tener seguridad social, etc. Así, continúa la segmentación de la población objetivo y obligación del cumplimiento de ciertas exigencias.
Aparece el “workfare” (la obligación de trabajar a cambio de redistribución) como componente fundamental de la política social.
Hay retrocesos en dos aspectos: la transparencia y el enfoque de género. Por un lado, hay opacidad en la forma en que se levantó el padrón, la información del mismo, reglas de operación, etc. Por otro lado, se pierde el enfoque de género, como la no distinción por sexo en becas de educación básica o que se ignora totalmente la dimensión del trabajo no remunerado de cuidados.
En cualquier caso, el problema no está en que los programas sociales sean promotores del conformismo, premien la flojera o el mínimo esfuerzo, sino en que son insuficientes en la medida en que quedan pendientes reformas a nivel estructural que garanticen la igualdad de oportunidades. Todo aumento en los ingresos será insuficiente sino se acompaña de la mejora y aumento de la infraestructura vial, educativa y hospitalaria, de una reforma fiscal progresiva, o de una reforma laboral que reivindique la dignidad del trabajo a través de la recuperación de prestaciones sociales y de condiciones verdaderamente dignas.
Finalmente y por si quedaba alguna duda, nada de lo anterior es contrario al Pensamiento Social Cristiano. Sin ir tan lejos, este domingo escuchamos como San Pablo nos exhortaba a distinguirnos por la generosidad viviendo la justicia social a través de la redistribución de la riqueza, de modo que la abundancia de unos remedie las carencias de otros para así cumplir con la Escritura “Al que recogía mucho, nada le sobraba; al que recogía poco, nada le faltaba.” (2 Cor 8, 13-15) En este sentido, el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia enseña, recordando Gaudim et Spes, que “los bienes creados deben llegar a todos en forma equitativa bajo la égida de la justicia y con la compañía de la caridad.” Por ello, el principio del destino universal de los bienes es fundamento del derecho universal al uso de los bienes, el cual es “es inherente a la persona concreta, a toda persona, y es prioritario respecto a cualquier intervención humana sobre los bienes, a cualquier ordenamiento jurídico de los mismos, a cualquier sistema y método socioeconómico.” (CDSI, 172) Incluso, como bien recuerda San Juan Pablo II, el derecho a la propiedad privada debe ser “entendido en el contexto más amplio del derecho común de todos a usar los bienes de la entera creación: el derecho a la propiedad privada como subordinado al derecho al uso común, al destino universal de los bienes.” (LE, 14)
Ahora que acabó la jornada electoral, como ciudadanos y como cristianos tenemos el deber de velar por las mejoras de la política social, de hacer del ejercicio de la política la forma más alta de caridad y de responder al llamado del papa a superar “esa idea de las políticas sociales concebidas como una política hacia los pobres pero nunca con los pobres, nunca de los pobres y mucho menos inserta en un proyecto que reunifique a los pueblos”. (FT, 169)
David Eduardo Vilchis Carrillo
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