Luis Gustavo Meléndez Guerrero, fsc
Una de las razones por las que buena cantidad de comensales de distintos restaurantes o huéspedes de distintos hoteles vuelven a los mismos lugares, una y otra vez, es sin duda la calidad del trato que se recibe en dichos establecimientos. De hecho, la hostelería es una de las actividades con mayor crecimiento económico a nivel mundial.
Sentirnos hospedados, bienvenidos, queridos, es sin lugar a duda una experiencia gratificante, confortante. Saber hospedar es sin duda una cualidad fraterna. Sin embargo, más allá de ser una cualidad, creo que es necesario considerar la hospitalidad no solo como una cualidad personal, sino como una impronta ética. El adviento es precisamente un tiempo litúrgico en el que la hospitalidad cobra un papel esencial: preparar los corazones para hospedar al Dios que nos viene en tanto don.
La raíz hospes significa el anfitrión que hospeda al extranjero. En los contextos de cultura medio oriental, para el judaísmo y el mundo musulmán, la hospitalidad, de manera particular al extranjero, tiene una importancia mayúscula. En el cristianismo también tiene especial relevancia esta impronta ante el extraño. Las obras de misericordia señaladas en Mt. 25, 35-36 son un ejemplo claro de ello. Interesante resulta su precedente en la cultura egipcia. En el libro de los muertos se menciona el diálogo entre la divinidad Osiris y un muerto, en donde Osiris somete a una suerte de juicio ético al difunto para ver si su obrar durante la vida le merecía el supramundo o el inframundo; la respuesta es apasionante de manera particular, porque tiempo después veremos esa misma enseñanza en el evangelio: “acogí al forastero, vestí al desnudo, di de beber al sediento y de comer al hambriento”.
Lo más interesante y paradójico es que la misma raíz que existe para hablar del que hospeda, sirve también para referirse al enemigo. La palabra hospes tiene relación con la raíz hostis, que se refiere al enemigo, particularmente extranjero. Para el contexto romano en donde se acuñan estas palabras, esto no resulta del todo extraño. Para un imperio que dominó la cuenca del Mediterráneo, buena parte del continente europeo, el norte de áfrica y medio oriente, el huésped es el extranjero, el extraño, pero también es un enemigo, en este sentido, el otro es un enemigo hostil.
El problema está en que esta paradoja no radica únicamente en un juego etimológico. La tensión entre la hospitalidad y la hostilidad tiene implicaciones éticas serias. El otro siempre se presenta como un extraño, como un otro (alter) que nos altera, y todavía más, es un potencial enemigo. ¿Y qué es lo que hace que el otro sea un potencial enemigo? Principalmente, su ser extraño y ajeno a mí, a mi contexto, a mis intereses, a mi cultura, a mis creencias, a mi modo de leer e interpretar el mundo, en este sentido la diferencia es una amenaza que puede llegar a incomodar. Evidentemente son muchas más las razones por las que el otro, el extraño, el huésped puede llegar a serme hostil, de igual modo, no hay una solución unívoca al problema de la tensión provocada entre la hospitalidad y la hostilidad. Me limito a sugerir que, lo que puede llegar a romper la tensión entre la hospitalidad y la hostilidad, entre la confianza y el riesgo, es el reconocimiento de que yo mismo (nosotros mismos) soy/somos también huéspedes, es decir, nosotros somos también una amenaza para el otro. El reto está en aceptar la diferencia, aquello que Ramon Llull decía “en todo amor, no puede haber concordancia sin la diferencia”. En este sentido, asumir la diferencia supone comprender que el otro ante quien me abro, se convierte en una alteridad siempre distinta, siempre diferente, nunca cosificable. La alteridad nos enseña a vencer nuestro propio ego, nos invita a aceptar nuestra vulnerabilidad, nuestra fragilidad.
La apertura a la hospitalidad nos lleva a entender que todos somos ajenos, todos somos extraños, extranjeros, distintos. Todos somos otros...
Quizá otro de los retos que implica la hospitalidad es el de ver a los ojos al otro, sin juzgar, sin cosificar, sin mayor intención que encontrarme en su mirada y aprender a ver de un modo distinto.
Sirvan estos versos de Christophe Lebreton, uno de los monjes asesinados en Argelia:
“Bienamado, cuando despiertes, / mírame hacia Ti”
Tal parece que tenemos que aprender a dar un giro en la mirada y disponer nuestro corazón para hospedar a ese Otro que viene y llama a la puerta…
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