La ciudad como utopía del progreso
La idea del progreso ha estado siempre vinculada a la ciudad. En la antigua Mesoamérica, así como en otras “cunas de civilización”, las primeras ciudades nacieron de una primigenia revolución agrícola que permitió elevar la productividad del campo y alimentar las primeras ciudades.[1] Después, alrededor del siglo XIX, la revolución industrial se acompañó de otra rápida transformación agrícola que permitió que grandes proporciones de población emigraran a las ciudades a trabajar en las fábricas.[2]
En formulaciones posteriores que idealizaban la revolución industrial y sus consecuencias, la urbanización siempre fue percibida como un rasgo promisorio del desarrollo.[3] Si este tenía un lugar, definitivamente era en la ciudad, siempre percibida como un polo de creatividad, innovación o productividad. En las ciudades se fraguaban proyectos y desde ellas los gobiernos dirigían. Las ciudades funcionaban como centros económicos de intercambio y quien quería una vida de provecho se dirigía “a la ciudad” a probar fortuna (hay múltiples relatos al respecto).
Las deudas de las ciudades
La historia del desarrollo urbano está colmada de ejemplos que desmienten esa narrativa. Desde la revolución industrial las ciudades emergentes se convirtieron en lugares problemáticos. Crecían muy rápido y sin demasiado orden, pobladas de gente desarraigada del campo que se encontraba en la ciudad como extranjera. No es casualidad que la noción “la cuestión social” se haya acuñado en la misma época, que la preocupación fueran los obreros de las ciudades y que un motivo recurrente de denuncia fueran las condiciones de hacinamiento en que vivían.[4] Podríamos decir, obviando un poco, que la cuestión social fue desde un principio la cuestión urbana.
La ciudad de México no es excepción a la regla. A pesar de haber crecido tardíamente (apenas el siglo pasado) tiene sus problemas que la alejan del modelo utópico imaginado. A manera de demostración, unos pocos datos:
· Para 2018, 33.2% de la población vivía en situación de pobreza moderada y 17.9% en situación de pobreza extrema (sumando en total 51.1%).[5] Es decir, 1 de cada 2 personas se encontraban en esta condición.
· Según la encuesta intercensal de 2015, 21.4% de la población vivía en viviendas rentadas, un aumento de 4 puntos con respecto al 2000. Si se contemplaban únicamente zonas de alta plusvalía como las alcaldías Benito Juárez, Cuauhtémoc y Miguel Hidalgo, subía a 36%.[6] Esto significa que 1 de cada 3 personas en esas delegaciones no tenía casa propia.
· El dato anterior, relativamente bajo, no debe hacernos olvidar que para 2018 49.2% de la población vivía en condiciones de carencia o pobreza de vivienda.[7]
Volver a valorar lo “tradicional”
Definitivamente es imposible volver masivamente a la vida en el campo, al menos en el corto plazo. Aunque ciertos movimientos ambientalistas e igualitarios los plantean con vehemencia, los denominados neorrurales, probablemente sea algo que tome un muy largo tiempo y un esfuerzo colosal de cambio de mentalidad. Lo cierto es que en muchos sentidos las ciudades son insostenibles ecológicamente y sin la intervención cuidadosa del Estado reproducen desigualdades a escala espacial.
Aunque no pretendo hacer campaña por regresar a la campiña y rencontrarle el gusto a la vida austera (propuesta que, he de confesar, encuentro interesante), creo que mucho podemos aprender de esas formas de vida que otrora calificamos como “atrasadas” o, en el mejor de los casos, tradicionales. Reflexionemos, por poner un ejemplo, en la manera en que pensamos el espacio.
El pensamiento urbano difícilmente puede entender las luchas de defensa del territorio. En la ciudad, quien renta un espacio sabe que lo debe desocupar. Quien posee un inmueble en renta lo ve como un generador de valor (ya sea que el valor del inmueble se aprecie o que genere un ingreso constante, una renta). En cambio, en el ámbito rural el territorio aún tiene una historia entrelazada a la comunidad, un significado propio, una identidad e incluso una afectividad. Mientras nuestra relación con el espacio es instrumental, fuera de la ciudad aún posee un aura invaluable.
Es por esta razón que a los desarrolladores inmobiliarios, a los gestores públicos de proyectos y demás conductores del desarrollo les cuesta trabajo entender cuando una comunidad se aferra a la tierra polvorienta. Se asombran porque solo ven los números que se inflan, pero no calculan los simbolismos...
Pasando a asuntos parroquiales…
¡Feliz Navidad a todas las personas que tienen a bien repasar estas líneas! Que en estos tiempos aciagos, de fronteras cerradas, no olvidemos la esencia de esta celebración: la hospitalidad y el amor. No olvidemos que somos todos migrantes y por la vida vamos, encontrándonos.
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BIBLIOGRAFÍA:
[1] Véase: Ángel Palerm, Agricultura y Sociedad En Mesoamérica (México: Secretaría de Educación Pública, 1972). [2] Véase: Paul Bairoch and Gary Goertz, “Factors of Urbanisation in the Nineteenth Century Developed Countries: A Descriptive and Econometric Analysis,” Urban Studies 23, no. 4 (1986): 285–305, https://doi.org/10.1080/00420988620080351. [3] Véase el clásico texto de W.W. Rostow, The Stages of Economic Growth. A Non-Communist Manifesto (London: Cambridge University Press, 1971). [4] Tampoco es casualidad que los famosos cuentos de Sir Arthur Conan Doyle y su famoso detective Sherlock Holmes estén ambientados en la época, con sus descripciones de Londres como una ciudad sombría y siempre sucia de smog, de intrincadas callejuelas pobladas de personas marginadas donde campeaba el crimen y la corrupción. La ciudad, no podemos soslayar, es un persona principal de la trama (aunque muchas veces invisible). [5] “Medición de La Pobreza En La Ciudad de México,” 2019. [6] Jaime Sobrino, “Viviendas En Renta En Ciudades Mexicanas,” Estudios Demograficos y Urbanos 36, no. 1 (2021): 9–48, https://doi.org/10.24201/edu.v36i1.1923. [7] “Medición de La Pobreza En La Ciudad de México.”
Desde abajo siguen surgiendo, desde la existencia de los pueblos originarios de nuestro país, multitud de comunidades que defienden su vida y su territorio frente al despojo, la depredación cultural y la guerra narco-capitalista. La vida dentro de estas comunidades es autónoma, democrática y autosuficiente como lo han sido a través de nuestra historia desde su origen mexica. Los colonialistas, primero y después de nuestra independencia, la burocracia gobernante, destruyeron tantas comunidades como necesitaron para asegurar el poder y entregarlo a sus amos de siempre-
Pero ante esta historia de destrucción no se ha podido borrar la comunión que existió entre nuestros antepasados y que hoy resurge y prevalece en la conciencia y organización de nuestros nuevos pueblos comunitarios. Ahí…