Todo mundo se mueve. Todas y todos nos movemos. Si alguien quisiera dar cuenta de la movilidad humana (dígase, por ejemplo, en una Historia Universal del Viaje) tendría que contemplar las diferentes formas en que hemos tomado el camino. El primer gran viaje comenzó hace muchos años para salir de África y dispersarse por todo el mundo. En un principio los seres humanos eran nómadas y vagar por el mundo era su forma de existir. Con el tiempo, abandonaron su condición de nómadas y se asentaron en el espacio. Levantaron aldeas que se convirtieron en ciudades, ciudades que se volvieron regiones y, finalmente, regiones que originaron imperios. No es que la humanidad haya abandonado el viaje, esa siempre fue una tentación de unos pocos: Cristóbal Colón navegando hacia América o Marco Polo recorriendo la ruta de la seda. Sin embargo, viajar dejó de ser preocupación de la mayoría. Hasta aquí las narraciones de la historia.
En contraste, en la actualidad las personas vuelven al movimiento. Es una constante que incluso en Pandemia no ha dejado de hacerse patente. La gran diferencia estriba en la desigualdades para moverse.
Imaginemos a nuestro viajante 1. Le hemos denominado así para ahorrarnos la imaginación del cuentista (de la cual desafortunadamente carezco). 1 es un ejecutivo de una empresa dedicada al Software. Su ingreso mensual le permite tener una vida llena de comodidades. Cuando viaja llega al Hotel 5 estrellas, siempre a destinos nuevos y de moda. Paga para entrar, disfrutar y salir. Viaja por placer. Nos referimos al “turista”.
Ahora imaginemos a nuestro viajante 2. Su condición es muy diferente a la del viajante 1. En primer lugar, no es mexicano de nacimiento, nació en cualquier paraje al sur de Tapachula. No encuentra trabajo digno en sus entornos y su familia pasa hambre. Decide recorrer territorio mexicano expuesto a peligros. Paga más de lo que tiene y vive con lo que debe. Viaja por necesidad. Hablamos del “vagabundo”.
Turista y vagabundo son dos etiquetas que pueden abarcar muchos nombres. Este es el contraste que el sociólogo polaco Zygmunt Bauman nos presenta para iluminar las consecuencias humanas de la globalización. Mientras las sociedades modernas están organizadas alrededor del turista, tratan de invisibilizar (en el mejor de los casos) al vagabundo. Para un ejemplo simple, pensemos en la ciudad en que vivimos: en estas épocas los gobiernos municipales suelen adornar el centro de las ciudades de Navidad. Se trata de un gesto hacia los turistas, un engalamiento de los edificios y los monumentos para hacerlos más atractivos. En las mismas ciudades se practica en paralelo la arquitectura agresiva, diseñada para evitar que las personas a las que se les han arrebatado sus hogares puedan guarecerse o descansar. Es arquitectura hostil al vagabundo y se efectúa a gran escala.
El papa Francisco nos interpela en su última encíclica, ¡hermanas todas las personas! También nos advierte que esa misma fraternidad, aunque es siempre posible, hay que construirla día con día. El reconocimiento de la dignidad humana estriba en reconocer que debemos ser fraternos tanto el turista como con el vagabundo. Hermandad negada en los gestos más sutiles como un bajo puente o una banca.
No obstante, el lector podrá especular que ambos extremos pueden ser considerados indeseables. Lo hermoso de la metáfora sobre el turista y el vagabundo es que explica la naturaleza misma de la desigualdad. No son dos figuras retóricas, sino una sola, compleja y en relación. El vagabundo es tal por que el turista (el otro extremo) concentra enormemente los recursos de la tierra, obligándole a movilizarle para buscar el empleo ahí donde el capital se mueve. A diferencia de la pobreza, la desigualdad es relacional: en un mundo de recursos escasos el hecho de que unos pocos concentren mucho dejan a los otros muchos conformarse con poco. En una sociedad justa tanto el turista como el vagabundo son imágenes vacías.
¡La desigualdad (sobre todo en los niveles extremos que vivimos) es veneno puro para la fraternidad universal!
Alejandro Aguilar