Mérito… ¿qué? En pocas palabras, la meritocracia es el conjunto de creencias que consideran que el mérito, entendido casi siempre en términos de esfuerzo personal, es lo que más importa (si no es que lo único) para alcanzar el éxito. Estas creencias tienen varias implicaciones: 1) La pobreza es causada por la falta de esfuerzo de los individuos, pues no se “esfuerzan” lo suficiente para salir de su situación. Y esta tiene varios corolarios, como la distinción entre pobres merecedores y no merecedores, el rechazo a la política social y el estigma a las y los beneficiarios de la misma, entre otros. 2) Se justifican y legitiman las desigualdades existentes, pues a la pregunta de por qué hay ricos y pobres, la respuesta siempre es porque unos se esfuerzan y otros no.
En cualquier caso, la meritocracia radica en que es una verdadera cosmovisión: estructura nuestra forma de comprender el mundo. El problema es que nos ofrece una comprensión errónea de la realidad social. Pues, lamentablemente, en nuestras sociedades el esfuerzo languidece y se vuelve inútil ante otras condiciones sociales que la misma meritocracia no nos permite ver. Incluso, se han construido muchos mitos para perpetuar la meritocracia. Por ejemplo, se ha llegado a afirmar que las mujeres pobres tienen más hijos para vivir de las ayudas gubernamentales, cuando estadísticamente no hay diferencia significativa entre el número de hijos que tienen las mujeres en los estratos más pobres vis-a-vis los que tienen quienes que están en los estratos más ricos; se afirma que los pobres no se esfuerzan, no trabajan, cuando son los hogares más pobres los que trabajan más horas y en más de un empleo; se afirma que los pobres malgastan su dinero cuando más del 50% de sus ingresos se destina a alimentación, casi el mismo porcentaje que los estratos más ricos destinan a alcohol y tabaco. De ahí que se haya llegado a afirmar que la meritocracia es una teodicea de la desigualdad, porque pese a los datos, se justifica el mal en el mundo.
La meritocracia justifica la desigualdad a tal extremo que, usualmente, son las sociedades más desiguales las que más creen en la meritocracia. A esto se le conoce como la paradoja de la desigualdad. Es una especie de círculo vicioso: las desigualdades alejan a los estratos de tal modo que quienes no tienen experiencias de la desigualdad,[1] no conocen la pobreza y por ello se dificulta la comprensión de que se genera por condiciones estructurales y no por una elección individual. Asimismo, sino se conoce la riqueza, es fácil asumir el discurso hegemónico de que para llegar a tal nivel de acumulación se requiere talento, capacidades y trabajo duro, aunque esto no se sostenga en información real. En este sentido, se llegan a romantizar tanto las experiencias de éxito de quienes ascendieron socialmente como a mitificar a quienes están en la cima. En el segundo caso, aunque no nos bastaría la vida para alcanzar el nivel de riqueza que tienen ciertos multimillonarios, se interioriza la idea de que es fruto de su trabajo o talento, cuando en realidad intervienen factores como la herencia y la posición social. En el primer caso, si bien existen casos de personas desaventajadas socialmente que alcanzaron el “éxito”, lamentablemente son excepciones. Como revela un informe del CEEY, 74 de cada 100 mexicanos que nacieron en hogares en situación de pobreza, morirán en la misma situación. Tristemente, en sociedades desiguales, origen es destino. Ser rico depende más de nacer rico que del esfuerzo personal.
Así, la meritocracia es una de las fuentes de la cultura del descarte denunciada por el papa. De esa cultura que excluye, “pues ya no se está en ella [la sociedad] abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son «explotados» sino desechos, «sobrantes».” (EG, 53) Así, debemos luchar por generar una verdadera conversión de las cosmovisiones y estructuras que perpetúan la cultura del descarte. Luchar por iluminar y transformar las estructuras sociales a la luz del Evangelio en pos de la construcción de una sociedad más justa.
David Eduardo Vilchis Carrillo
_______________________ [1]Hagamos un pequeño ejercicio, en el último año ¿ha temido no tener que comer mañana? ¿Se ha preocupado por perder su vivienda? ¿Ha necesitado un medicamento y no puede conseguirlo? ¿Se ha quedado sin ingresos? Si contestó que no a todas las preguntas, entonces, afortunadamente y al menos en estos casos, no ha tenido experiencia de desigualdad en el último año.
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